sábado, 25 de diciembre de 2010

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: Estas Navidades siniestras

Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social.Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que Un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.



La mistificación empezó con la costumbre de que losjuguetes no los trajeran los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel día como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora.



Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad denieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. Según la leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germanicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de losjuguetes. y hace poco más de cien anos pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducídos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.



Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos.

viernes, 24 de diciembre de 2010

LA NOCHE DE LOS DESPERDICIOS


Desde pequeño aprendí a formar mi imagen de la Navidad, no
solo como la noche en que se celebra el nacimiento de Jesús, sino
como el día mágico en que todos los niños de mi barrio salíamos
por la mañana a exhibir nuestros juguetes y ver cuál era el mejor
de todos.

La Navidad era el motivo para muchas otras cosas y la
fundamental, sería para que la mayor parte de la familia, estuviera
donde estuviera, se reuniera aquella noche para compartir la cena,
ese es el motivo de análisis de este artículo.

Con el paso de los años entendí mejor esta necesidad. Para
aquellas fechas estuve varias veces muy lejos de mi tierra y he
tenido que desplazarme más de 6000 kilómetros, viajaren trenes,
autos, ómnibus, aviones, para llegar precisamente esa noche a
compartir con la familia. A veces lo lograba, otras las he pasado
solo en ciudades de países lejanos.

Más adelante conocí algunas personas de otras religiones que
no celebrarán lo Navidad y todo lo contrario consideraban que esa
fiesta era una herejía. Buscando información encontré que el 24
de diciembre era una fecha arbitraria que se había elegido entre
otras 2 más que pedían haber sido marzo o abril. A partir del siglo
IV, fecha de la declinación del imperio romano, estos tenían al
cristianismo como religión oficial y celebraban el 24 de diciembre
el solsticio de invierno, que es la fecha que marca el final de la
noche más larga del año, triunfa la luz, y comienza a hacerse más
corta la noche y más largo los días. De manera que hicieron
coincidir la fecha con la del nacimiento del hijo de Dios.

La imagen de la Navidad se globalizó y se comercializó muy
temprano. Un árbol más europeo que latinoamericano invadió
nuestros hogares, una nieve de algodón que muchos han visto nada
más que en fotos, adornó nuestro árbol y un personaje gordo, de
vestimenta roja y barba blanca reemplazó al pesebre de
nacimiento. Y esta hora de reflexión, sobre el nacimiento de un
hombre que fue el más extraordinario de todos por las enseñanzas
que nos dejó, se transformo para medios en una fiesta equivocada
derroche de dinero, de luces, de bullicio y un olvidarse de lo que
representa Jesús para nuestra vidas.

Pero la sensación más decepcionante que he tenido siempre
sobre la Navidad era cuando me levantaba temprano el 25 y venía
la mesa donde se había cenado la noche anterior. Tenía la
impresión que había sido una noche de desperdicios al ver restos
de alimentos y bebidas esparcidos por toda la mesa. Esta estampa
se ha venido repitiendo con los años y la he observado en muchos
hogares de diversas condiciones económicas.

Sabemos que cada hogar es distinto en la preparación de su
cena de Navidad. Desde las muy abundantes hasta la cena de los
hogares más pobres, siempre habrá un mayor o menor despilfarro
de alimentos, por la simple razón de que para esa noche, en el
hogar promedio, la mesa suele ser abundante de panteones,
empanadas, panes especiales, tamales, pavo o pollo, ensalada de
frutas, frutas secas, café, vino, champagne, cerveza y el clásico
chocolate caliente, todo rico en calorías, para una noche y una
hora en la que apenas hay ganas de ingerir todo eso.

Llegada a las 12 de la noche o antes de esa hora, nadie sabe por
donde empezar a consumir lo que se ha puesto en In mesa, nunca
en ninguna fecha del año se nos ofrecía tantas cosas en la hora
más inadecuada para el apetito, la medianoche.

Cuando la mesa es abundante para la cantidad de personas
que comparten la cena y existe más de los que se pueda consumir,
es casi una ofensa para los que tiene poco o no tienen casi nada.

Total la abundancia fue siempre mala consejera.
Vivimos tiempos distintos, «épocas de crisis», tal vez muchas
generaciones vengan siempre repitiendo lo mismo, como un disco
rayado. Pero basta con salir a las calles y ver como las cantinas
están llenas de parroquianos para saber que todavía no
entendemos (más aún en Navidad) hasta que punto somos un
país pobre y subdesarrollado frente a otros. No les falta mucho
para aprender a vivir en la pobreza.

Ojala que esta cena de Navidad sea (o haya sido) tan humilde
y pobre como el pesebre o la vida que llevó Jesús. Y cuando
recordemos su nacimiento o su muerte que siga como ejemplo de
nuestras vidas un acto de amor y cariño.